Acaeció frente al colegio y la iglesia. No sólo las sirenas prorrumpían en aullidos histéricos. La mitad o las tres cuartas partes de la ciudad se comportaban de igual modo. Nuestra avidez morbosa incentivó a las piernas y los pies acarreando en gráciles fardeles el final de la pereza. Nadie quería perdérselo. Ni una breve pausa para la reflexión, para el remordimiento. Sólo gritos y pasos acelerados, reverberaciones de un 11 de septiembre en NYC al contemplar y oír y sentir -sobre todo sentir- la vibración de los cuerpos impactando contra el asfalto. La carne y la circulación inmortales (ilusorias) que en décimas se tornan en mortales, en eternidad, en historia y fugaz y estéril protagonismo.
En el momento de mi llegada continuaron sucediéndose las caídas, los lamentos, los espantosos ruidos secos, enfebrecidos. Imaginé que asistía a alguno de esos vuelos, pero no fue así: fue un rumor, un evocar lejano y ambiguo. Lo que nunca olvidaré, lo que permanecerá unido por siempre a mi memoria, es el cálido tacto de las salpicaduras de la sangre que, en un suspiro, mutaban en escarcha y se adherían a la piel, eternamente imborrables.
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